Tuve un amorío a los 21 con un hombre casado de 38

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Tenía 19 años cuando conocí a S, una secretaria encantadora que trabajaba del otro lado del pasillo. Parecía que ella no sabía que yo era becaria y que definitivamente no tenía ropa de adulto. Parecía que ella no se daba cuenta de la forma en que veía a su jefe A y definitivamente no se dio cuenta de la angustia que sentí cuando me di cuenta, por primera vez, que era su esposo. 


Tenía 19 años y 8 meses cuando A me preguntó por primera vez cómo iba mi día. Después de numerosas comidas con S y de pasar tiempo juntas en la oficina, me atrevía a tener más contacto visual con ese hombre de 38 años que tanto deseaba. Pero aun así, él me preguntó, y yo tartamudeé un “bien” mientras mis ojos inmediatamente se fijaban en la alfombra bajo nuestros pies.


Tenía 20 años el día que nos estuvimos a solas en las escaleras. Me quedé sin aliento y cada paso lo di tan lento como fuera posible mientras sentía su presencia detrás de mí. “No te preocupes, no te estoy siguiendo”, me dijo desde arriba y con el eco de su voz sonando en mis oídos respondí de igual manera, “¿debería asustarme si eso quiero?”


Terminamos nuestra conversación en el estacionamiento, el sol retrocediendo detrás de los edificios mientras discutíamos trivialidades sobre el último álbum de John Mayer. Esa noche estaba emocionada, relatando cada tonto detalle con mi mejor amiga que se encontraba a más de mil kilómetros de distancia. Me reí bajito mientras le contaba la forma tímida en la que le di mi número y nos saltamos los detalles de mal gusto sobre su esposa y su hijo.


Tenía 21 años cuando entré a un cuarto de hotel a 50 kilómetros de la ciudad, pretendiendo que esto era normal mientras me sonrojaba por la obvia naturaleza de la situación. Llevé la mochila de mi laptop, para engañar a cualquiera y que pensaran que estaba en el área por trabajo.

 

 

Recuerdo que después miraba su pecho mientras hacía una llamada discutiendo los planes para cenar y para asegurar que llegaría a tiempo al juego. Sí, él llevaría los snacks y sí él también la amaba. La toalla alrededor de su torso definido y la pequeña cicatriz de su apendicectomía. Yo recuerdo eso. Y esta memoria regresa una y otra y otra vez.


Terminé todo en otoño, fui aceptada en una universidad a dos horas de distancia y si él no tenía intención de dejar a su esposa entonces yo no tenía intención de quedarme. Dos semanas después hice check in en el mismo hotel, con A.


Tenía 22 años cuando S se divorció de A. Él me llamó, llorando.


Tenía 22 años y 6 meses cuando S me llamó y me rogó para que fuera a hablar con A, para que lo ayudara a dejar atrás un enojo suicida inducido por drogas. El viaje de dos horas fue inquietante, está vez en de mantenme fuerte, lo único que quería era visitar la casa de mamá y papá. Necesitaba a mi madre.


Tenía 23 años cuando A salió de rehabilitación por cocaína y una adicción a las píldoras. Me llamó ese día, al igual que a S. Él no llamó a su hijo. Fui a visitar a la carcasa del hombre que aun amaba. Su nuevo tatuaje estaba extrañamente sobre lo que alguna vez fue un lienzo en blanco, era la fecha de nacimiento de su hijo justo encima de la fecha de la muerte de su madre.


S me preguntó por él y me agradeció por estar ahí para él. Después de todo este tiempo ella seguía siendo la representación de la clase –siempre la clase. Me recordaba a mi madre en esos momentos.


Tenía 24 años cuando descubrí a mi padre teniendo una aventura con una mujer que yo no conocía. Corrí por la puerta y me quedé viendo cómo a la distancia el sol se metía detrás de los edificios. Mi mejor amiga me regaló un cigarro y planeó la ejecución de mi padre mientras me sentaba en la puerta de su casa. Llamé a A, pero su número cambió después de que terminamos las cosas seis meses antes.


Tenía 25 años el día que A me llamó y me dijo que estaba comprometido. Poco después de que colgáramos me mandó una fotografía de su futura esposa y de anillo.


Le deseé lo mejor y salí a visitar a mi madre en el hospital.


(via: Thought Catalog)

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