El día que dejé de vivir preocupada por mi peso

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Desde pequeña, he vivido preocupada por mi peso, pues aunque en mis primeros años era muy esbelta, a los siete años era una de las niñas con más sobrepeso de mis compañeras de escuela. 

Quien me cuidaba entre semana era mi tía y ella me consentía diciendo que sí a todo, incluyendo los antojos que toda pequeña tiene a esa edad: papitas, pizza, dulces, refrescos y más alimentos que no son nada nutritivos, pero sí son deliciosos y más para una niña.

Pero cada fin de semana, la culpa me atacaba gracias a los comentarios de mis padres y de mis hermanos, que hacían eco a aquellos de mis compañeros en la primaria, diciéndome que “comiera un poco menos”, que “no tenía llenadera” y que “a ese paso nadie iba a quererme”.

No dudo ahora que muchos de ellos vinieran desde la preocupación, pero para mí eran críticas que solo me hacían sentir fea, humillada e imposible de amar y las fajas y pedazos de tela amarrados a la cintura que me hacían utilizar no ayudaban en nada.

Hasta dónde me llevó el vivir preocupada por mi peso

Así, mi vida se vio marcada por esas burlas y opiniones sobre mi peso hasta que cuando cumplí 15 años, con la llegada de la tradicional fiesta, logré bajar mucho gracias al ejercicio y una dieta más limitada. 

En ese momento, mi familia pasó de los comentarios anteriores a alabar mi nueva imagen: “pareces una varita de nardo”, “qué guapa estás” y “ahora sí ya eres parte de la familia” fueron algunas de las frases que en más de una ocasión me decían ahora.

Mi familia es naturalmente delgada, por lo que ese último comentario en particular era uno que tenía un sabor agridulce, pues aunque sentía que al fin había logrado pertenecer a ellos, también me llegaba una sensación de rechazo previo a esto.

Y esto empeoró cuando volví a subir de peso durante la preparatoria, algo que me hacía sentir culpable de lo que comía, así fuera la cosa más pequeña.

Esto me llevó a vivir preocupada por mi peso al grado que dejé de comer por días enteros y cuando el hambre me torturaba, entonces me hacía un sándwich que sería mi único alimento por otros días más. 

En cambio, los días que me ganaban los antojos, terminaba por vomitar lo que hubiera comido, dañando mi sistema intestinal, al igual que mis dientes, los cuales ahora sufren descalcificación por lo mismo.

Finalmente, después de meses de esta rutina, estuve a punto de desmayarme en medio de la casa y fue entonces cuando decidí que no podía seguir así. 

Volví a comer regularmente y aunque el peso cambió, eventualmente decidí acudir con una nutrióloga para que pudiera monitorear mi alimentación de una forma mucho más segura

Sin embargo, a la fecha, casi una década después de ese día que preocupó a toda mi familia, tengo que confesar que no he dejado de vivir preocupada por mi peso. Sigue siendo una constante en mi día a día y aún espero que ese momento pueda llegar.

Pero de la niña que se odiaba por su talla y la adolescente que no podía imaginarse bonita, hay cada vez menos. Las heridas siguen ahí, de forma física y emocional, pero ahora sé que soy más que eso y que cada día es una oportunidad de volver a apreciar cada centímetro de mi cuerpo.

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